El campo mexicano se está convulsionando y, a pesar de los discursos oficiales, no se está haciendo nada para resarcir esta situación; por el contrario, vemos manifestaciones en el norte y el Bajío y, si la situación sigue así, el sureste pronto se unirá.
Los números oficiales confirman la desigualdad: aunque el sector primario creció 7.8 % en 2025, la riqueza generada no se distribuye entre los pequeños productores.
La demagogia dista de la realidad. Mientras las autoridades presumen cifras de crecimiento y programas “históricos” para el sector agropecuario, la realidad del campo, y sobre todo del yucateco, no pinta bien. Vemos que comunidades campesinas como las de Tekax, Tizimín, Peto, Tzucacab y Oxkutzcab viven una situación de abandono que se refleja en el abandono de las parcelas, la migración forzada y la pobreza creciente de miles de familias que, pese a todo, siguen sembrando la tierra con esmero.
De acuerdo con el Censo Agropecuario 2022 del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), la superficie agrícola de Yucatán se redujo en más de 27 % en los últimos quince años, pasando de 628 mil hectáreas cultivadas a sólo 454 mil.
Este dato, lejos de ser una simple estadística, muestra el rostro de la desesperación campesina: menos tierras cultivables, menos alimentos, menos empleo y menos oportunidades para el pueblo trabajador del campo.
Las organizaciones rurales advierten que, aunque el gobierno estatal anuncia programas de mecanización y entrega de insumos, la mayoría de los pequeños productores no reciben apoyos reales ni continuos.

Muchos de ellos, si siembran, llegan a hacerlo sin herramientas adecuadas, sin acceso al crédito, sin sistemas de riego y con caminos de saca cosecha en pésimas condiciones.
Por diversos medios de comunicación, y también por compañeros campesinos, se señala que los apoyos llegan, pero ya son destinados a ciertos grupos o, en su caso, los que llegan son pocos y sin beneficiar a todos los campesinos.
A la falta de apoyos se suma el encarecimiento de los insumos, la escasez de agua y el cambio climático, que golpean con mayor fuerza a quienes dependen directamente de la tierra. En comunidades como Xohuayán, Chacsinkín o Tahdziú, hay familias que abandonan la milpa para emigrar a Mérida o a Quintana Roo en busca de un salario mínimo, porque la producción agrícola ya no alcanza para sobrevivir.
Y si tomamos en cuenta que Tahdziú es una de las comunidades más pobres de Yucatán, poco o nada se le está beneficiando, por el contrario.

Los números oficiales confirman la desigualdad: aunque el sector primario creció 7.8 % en 2025, la riqueza generada no se distribuye entre los pequeños productores. En cambio, los grandes agroindustriales y exportadores concentran los beneficios, mientras los campesinos yucatecos viven con menos de dos salarios mínimos al día.
El Movimiento Antorchista, reiteradamente, denunció esta situación y ha exigido una política pública verdaderamente popular y planificada, que contemple inversión suficiente en infraestructura rural, apoyo directo a los campesinos, créditos blandos, precios justos y tecnificación accesible.
Porque el campo mexicano, sobre todo el yucateco, se está quedando en el abandono, pues, al ya no ver en este un sustento, los campesinos, sobre todo las nuevas generaciones, emigran al extranjero o a las ciudades. Es fácil irse del campo, pero no así volver a él.
En Yucatán se habla de desarrollo, pero no se puede hablar de este mientras el campo siga en ruinas, mientras las comunidades rurales carezcan de caminos, agua potable y escuelas, mientras los jóvenes sigan abandonando sus pueblos porque la tierra ya no les da para vivir.
El campo yucateco no necesita discursos ni fotografías con tractores nuevos. Necesita justicia social, organización y unidad del pueblo trabajador. Sólo un pueblo organizado, consciente de su fuerza, podrá levantar del abandono a las tierras del Mayab y, por ello, tanto el campo como las personas de zonas urbanas tenemos que unir fuerzas para cambiar esta situación y tener una vida digna para todos.
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