MOVIMIENTO ANTORCHISTA NACIONAL

Ante la desigualdad, leer es un acto de resistencia

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La desigualdad de oportunidades no es un fallo ocasional del sistema capitalista, sino su consecuencia estructural e inevitable en un mundo donde el 1 % más rico posee el 44 % de la riqueza global, mientras miles de millones luchan por satisfacer necesidades básicas. Esta brecha no sólo es económica; es cultural, educativa y, sobre todo, política.

“Ahora los niños pobres pasan más tiempo al día frente a las pantallas que los ricos: en un estudio de 2019, cerca de dos horas más al día para los preadolescentes y adolescentes estadounidenses cuyas familias ganaban menos de 35 mil dólares al año, en comparación con sus compañeros cuyos ingresos familiares superaban los 100 mil dólares anuales. Las investigaciones indican que los niños que están expuestos a más de dos horas al día de tiempo de pantalla recreativo tienen peor memoria de trabajo, velocidad de procesamiento, niveles de atención, habilidades lingüísticas y función ejecutiva que los niños que no lo están”, señala el artículo del New York Times “Pensar se está convirtiendo en un lujo”.

El “analfabetismo funcional” no es casual: es resultado de una maquinaria sistémica que prioriza el consumo pasivo sobre el pensamiento crítico.

El capitalismo contemporáneo, caracterizado por su lógica de acumulación ilimitada para unos pocos mientras miles carecen de lo elemental, ha profundizado las jerarquías sociales hasta convertir la desigualdad, ahora en el aspecto educativo, en un mecanismo de control. Frente a esto, la lectura y el pensamiento crítico emergen no sólo como herramientas de conocimiento, sino como actos de resistencia esenciales para la emancipación popular.

El capitalismo, basado en la propiedad privada de los medios de producción y la maximización del beneficio, genera inevitablemente desigualdad; esta dinámica no es un accidente, sino una característica intrínseca del sistema. En América Latina, la región más desigual del planeta, el 10 % más rico capta el 54 % de los ingresos, mientras el 40 % más pobre sobrevive con sólo el 10 %.

En México, sólo el 69.6 % de la población alfabetizada lee regularmente, una caída de 14.6 puntos porcentuales desde 2015. Este “analfabetismo funcional” no es casual: es resultado de una maquinaria sistémica que prioriza el consumo pasivo sobre el pensamiento crítico. 

Los trabajadores, exhaustos tras jornadas laborales de hasta ocho horas diarias (las más largas de la OCDE), no tienen tiempo ni energía para leer. Los libros, caros e inaccesibles, son un lujo para quienes sobreviven con salarios mínimos.

Pero el problema va más allá de lo económico. La cultura digital, impulsada por corporaciones tecnológicas, ha reemplazado la lectura profunda por el consumo rápido de imágenes y videos. México es el tercer país del mundo en uso de dispositivos móviles, con un promedio de ocho horas diarias.

Esta hiperconectividad no democratiza el conocimiento; por el contrario, trivializa la información y fragmenta la atención. Como señala Abel Pérez Zamorano, “los teléfonos inteligentes son un mecanismo de enajenación masiva que reemplaza el texto por imágenes supersimplificadas”. El resultado es una sociedad que simula saber, pero que en realidad navega en la superficialidad, vulnerable a la manipulación y el fanatismo.

“Cada vez más, el acto mismo de leer apenas parece necesario. Plataformas como TikTok y YouTube Shorts ofrecen una fuente inagotable de fascinantes videos cortos. Estos se combinan con memes visuales, noticias falsas, noticias reales, ciberanzuelos, desinformación a veces hostil y, cada vez más, un torrente de contenido basura generado por inteligencia artificial. El resultado es un entorno mediático que parece el equivalente cognitivo del pasillo de la comida basura y al que es tan difícil resistirse como a esos coloridos y poco saludables empaques de golosinas. Un liberal clásico podría replicar: claro, pero al igual que con la comida basura, depende del individuo tomar decisiones saludables. Sin embargo, lo que esto no tiene en cuenta es que, al igual que los efectos negativos sobre la salud del consumo excesivo de comida basura, los daños cognitivos de los medios digitales serán más pronunciados en la parte inferior de la escala socioeconómica”, agrega el artículo del New York Times.

La escuela, otrora ascensor social, hoy reproduce las desigualdades. En México, los niños de sexto de primaria tienen un nivel de comprensión lectora de segundo grado, lo que refleja un sistema educativo colapsado por la pobreza y la desinversión.

El capitalismo no necesita trabajadores críticos, sino mano de obra dócil y técnicamente funcional. El modelo neoliberal prefiere una fuerza laboral barata y poco calificada, destinada a labores de maquila antes que a la creación. Esto explica por qué los Estados recortan presupuestos educativos y promueven programas de entrenamiento vocacional sobre humanidades. La educación se reduce a una herramienta para la productividad, no para la libertad.

Frente a esta realidad, leer se convierte en un acto subversivo. La lectura profunda cultiva el pensamiento crítico, la empatía y la capacidad de cuestionar el status quo. Frente a esto, la lectura es mucho más que un hábito: es un derecho político, un antídoto contra la alienación y un camino hacia la libertad. 

Como escribe Pérez Zamorano, “un pueblo que no lee vive en la oscuridad”. En esa oscuridad, medran la demagogia, la explotación y la resignación.

Pero cada libro abierto es una grieta en el muro de la opresión. Leer nos recuerda que otro mundo es posible, y nos arma con las ideas para construirlo. Hoy más que nunca, en la era de la distracción digital, el pensamiento crítico es la forma más necesaria de resistencia. Es hora de que los trabajadores recuperemos el fuego de Prometeo: el conocimiento que libera.

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