Hay cosas que deberían parecernos evidentes, pero que, entre tanto ruido, se nos van olvidando. Por ejemplo: que no hay forma de cambiar esta sociedad si no es a través de la educación.
Y no me refiero a la educación oficial, esa que impone el modelo económico y nos aplican como un trámite obligatorio desde la educación inicial hasta la universidad. No. Hablo de la educación social, humanista, creadora de gente de nuevo tipo, la que transforma conciencias, la que siembra preguntas, la que incomoda al poder.
Una sociedad que piensa es peligrosa para quienes se benefician del miedo, del silencio y de la ignorancia.
Esa educación no empieza con el uniforme de preescolar ni termina con una ceremonia de graduación. No vive en los exámenes estandarizados ni en las listas de asistencia. Es una forma de estar en el mundo.
Una forma de mirar, de escuchar, de preguntarse. Y lo digo con claridad: sin ese tipo de educación, no hay salida. No importa cuántos programas sociales nos vendan como “apoyo histórico”, ni cuántas tarjetas nos repartan para mantenernos callados.
La transformación no se decreta; se construye, y para eso, hay que educar, a fondo, todos los días. Pero educar de verdad incomoda, por eso el sistema le pone tantos obstáculos: porque una sociedad que piensa es peligrosa. Peligrosa para quienes se benefician del miedo, del silencio, de la ignorancia.
Por eso los gobiernos, incluso los que se autodenominan “del pueblo”, no invierten en una educación crítica. Invierten en control. En administrar la pobreza, no en erradicarla. En mantenernos agradecidos por recibir lo mínimo, en vez de organizados para exigir lo justo.
Ahí están las tarjetas de la 4T como ejemplo. Las reparten como si fueran soluciones mágicas. Como si depositar 1 mil 500 pesos mensuales fuera suficiente para corregir décadas de exclusión, de desigualdad, de abandono.
Y mientras tanto, los problemas de fondo siguen: el acceso desigual a la salud, la precarización del trabajo, la falta de vivienda digna, la violencia estructural. Pero eso sí, cada quincena hay una transferencia y una foto con el presidente.
¿Y quién se atreve a quejarse, si con eso “ya no te mueres de hambre”? Pero no se trata sólo del monto. Se trata del mensaje. Las tarjetas no educan, desinforman. No empoderan, domestican. Perpetúan la lógica del favor, del asistencialismo, del “te doy porque yo quiero”.
Y mientras tanto, el pueblo sigue sin entender cómo funciona el sistema que lo explota, sigue sin herramientas para organizarse, sigue sin espacios reales para aprender a leer el mundo. Porque no se trata sólo de leer palabras. Se trata de leer la realidad.
¿Y cómo vamos a transformar esa realidad si no entendemos ni siquiera cómo opera? ¿Cómo vamos a luchar contra la injusticia si no nos enseñan a nombrarla? Por eso digo que la educación no puede limitarse a lo que pasa en la escuela. Tiene que estar en todas partes.
En la conversación con los vecinos, en el taller de la colonia, en la asamblea, en el arte, en el deporte, en los medios comunitarios. Porque si no nos educamos entre nosotros, nadie más lo va a hacer.
Y no me malinterpreten. No estoy diciendo que los apoyos sociales deban desaparecer. Lo que critico es que se usen como sustitutos de la justicia, como mecanismos de control emocional y político. Porque no hay mayor trampa que la que te hace creer que ya ganaste algo, cuando en realidad sólo te están administrando la miseria.
Lo dijo alguien hace tiempo: “el sistema no quiere verte morir, quiere verte sobrevivir. Para explotarte un poco más”. Entonces no, las tarjetas no son la solución. Son parte del problema. Nos acostumbran a agradecer lo que debería ser un derecho. Nos acostumbran a obedecer en vez de cuestionar.
Y mientras eso pasa, la educación crítica sigue siendo vista como una amenaza, como algo inútil o peligroso. Se cierran bibliotecas, se quitan horas de filosofía, se reprime a los maestros que alzan la voz. Porque una población educada es más difícil de manipular. Y eso no conviene.
Pero aun así, seguimos insistiendo. Porque hay algo que el sistema no puede controlar del todo: la voluntad de aprender. Y esa voluntad existe. Está en los jóvenes que, aunque todo les juega en contra, siguen preguntando. En las maestras que enseñan historia con dignidad. En los padres que enseñan a sus hijos a no callarse. En los colectivos que hacen círculos de lectura en las esquinas. En las radios comunitarias que rompen el cerco mediático. Ahí también hay educación. Ahí también se construye transformación.
Y claro que no es fácil. El camino es largo, desigual, frustrante. Pero es el único que vale la pena. Porque no queremos sobrevivir con una tarjeta. Queremos vivir con dignidad. Y eso no se consigue con subsidios condicionados ni con discursos populistas.
Se consigue con educación, organización y conciencia. Educar para transformar. Para que el pueblo no se trague la propaganda. Para que no vote por quien lo humilla. Para que entienda que no está solo, que hay otros como él, como ella, preguntándose lo mismo. Para que sepa que no tiene que esperar a que alguien más le dé permiso de vivir mejor. Que puede, que debemos, hacerlo por nuestra cuenta. Juntos. No hay otra salida. Porque si no educamos para transformar, nos seguirán educando para obedecer.
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