Una propuesta del gobierno federal frente a un proyecto popular
De acuerdo con la terminología en uso, se conoce como música mexicana a la música tradicional y popular de México, que abarca una amplia variedad de estilos y géneros que, a lo largo de su historia, ha sido influenciada por la cultura indígena, la española y la africana; pero que es una expresión artística que representa la identidad, la cultura, las tradiciones y las emociones del pueblo mexicano. Así, cuando se habla de música mexicana, se hace referencia a canciones como las de Agustín Lara, José Alfredo Jiménez, Manuel M. Ponce, Chava Flores, Toña la Negra, Consuelo Vázquez, María Grever, Manuel Esperón o a compositores tabasqueños como Cecilio Cupido y José Claro García; chiapanecos como los hermanos Domínguez, o los yucatecos Pepe Domínguez y Luis Rosado Vega, sólo por mencionar algunos.
¿Cómo quieren hacer que México cante si teniendo todo el poder y todo el dinero de la nación no le mejoran la calidad de vida, y en vez de eso le ponen a repetir “canciones” que nada tienen que ver con la identidad nacional?
Lo anterior viene a cuento por el reciente anuncio hecho por la presidenta de la república en una de sus mañaneras, en la que dio a conocer la realización de un concurso denominado “México canta por la paz” para promover “la música mexicana” sin contenidos que hagan “apología a la violencia o a las drogas”. Y agregó: “Estamos cambiando la realidad de los jóvenes dándoles acceso a todos los derechos” (¿cuáles?), “pero también queremos que haya una narrativa distinta. Esta falsa idea de que entrar en un grupo delictivo es una opción de vida; no es una opción de vida, es opción de muerte”.
Lo curioso de todo esto es que, a renglón seguido, y para sorpresa de los presentes, dio paso a un par de jóvenes que interpretaron uno de los llamados “corridos tumbados”, género musical propagador por excelencia del enaltecimiento de los delincuentes y de la violencia. La mundialmente conocida música mexicana brilló por su ausencia.
Sin detenernos mucho en el hecho de que la puesta en marcha de esta acción de la presidenta es una confesión tácita del fracaso de la estrategia de “Abrazos, no balazos” de AMLO —que en teoría incluía “atacar la raíz del problema de la inseguridad y la delincuencia, garantizando el empleo, la educación, la salud y el bienestar”, por considerar que “la desigualdad y la falta de oportunidades son causas estructurales de la violencia y la delincuencia”, incluyendo además “la erradicación de la corrupción y la reactivación de la procuración de justicia”, “cambiando la política prohibicionista” para “atacar las causas y no los efectos”—, lo que sí es necesario dejar claro es que, siendo este acto un reconocimiento implícito de que todo sigue igual, urge, a decir de la presidenta, una nueva estrategia que haga que la población deje de ver a los “generadores de violencia” como héroes.
Al mismo tiempo que se difundía a la nación entera el inicio del citado concurso, muy lejos de los reflectores con que cuenta la mañanera presidencial y a años luz de los enormes recursos con que se inyecta a los programas gubernamentales, en Tecomatlán, un modesto municipio enclavado en la árida Mixteca poblana, Clayver León, un niño chiapaneco de diez años vestido de charro, entonaba la canción “Aires del Mayab” del compositor yucateco José del Carmen Domínguez Saldívar, y Valery Estrada, de ocho años, originaria del Estado de México, con la canción “Caminito de Contreras” del potosino Severiano Briseño Chávez, se ganaban el primero y segundo lugar respectivamente en música, en modalidad Solista, categoría Infantil B, dentro de la XXI Espartaqueada Cultural Nacional, organizada por el Movimiento Antorchista; un evento de más de una semana de duración, por el que desfilaron artistas de todo el país y de todas las edades, emanados principalmente de las capas populares, en las disciplinas de música, poesía, oratoria, danza, baile y hasta folclor internacional, dándose el lujo, además, de inaugurar un verdadero templo para la propagación del arte y la cultura, materializado en un majestuoso Partenón: el Teatro Aquiles Córdova Morán.
Sin embargo, nuestra realidad es una: un país al borde de la recesión económica, sometido política y económicamente al imperio estadounidense, con raquíticos salarios y altos porcentajes de desempleo, y un pueblo que se desangra ante la violencia y la inseguridad, gobernado por un partido que prometió autosuficiencia alimentaria, soberanía energética y acabar con la corrupción; y nada de eso cumplió.
Esa misma realidad coloca ante nuestros ojos dos propuestas para atacar el problema: la primera cuenta con todo el financiamiento necesario y toda la fuerza propagandística del gobierno y los medios de comunicación; la segunda, sólo con la voz y autofinanciamiento de los participantes y organizadores, y la solidaridad del pueblo trabajador cuando bien les va, o campañas de silencio y hasta calumnias en el peor de los casos.
La primera cuenta hasta con la bendición del presidente estadounidense, quien calificó a Sheinbaum como “una presidenta magnífica y una mujer fantástica”; la segunda, sólo con el aplauso de la gente.
La primera nos habla de música mexicana mientras nos receta el mismo veneno musical que tanto daño ha hecho a la juventud; la segunda rescata a los compositores mexicanos internacionalmente reconocidos y organiza competencias culturales desde hace cincuenta años, con todas las expresiones artísticas que dan identidad al pueblo mexicano.
La primera propuesta es del gobierno; la segunda es un proyecto del pueblo trabajador. La primera pretende entretenernos con demagogia y más de lo mismo; mientras que la segunda lucha por sacudirnos de nuestro letargo.
La lección que podemos sacar de estas experiencias es que nuestros gobernantes equivocan el camino cuando pretenden que cambie la narrativa sin hacer nada para cambiar la realidad en que vivimos.
¿De qué va a hablar un joven que no tiene recursos para alimentarse, para educarse, para curarse y no encuentra empleo ni salarios que alcancen para lo básico? ¿A quién va a admirar si en los libros de historia ya no se le habla de los héroes nacionales ni de las hazañas históricas en que triunfaron?
¿Qué va a presumir un estudiante mexicano si sus autoridades añoran los artesanales trapiches y las estufas de leña, en plena era de la inteligencia artificial, la robótica y la computación cuántica? ¿De qué se va a sentir orgulloso un niño si, lejos de aprender las danzas y bailes identitarios, en los libros de texto se adoptan modas y lenguajes extraños a su cultura, alineándolo con agendas impulsadas desde el extranjero?
¿Cómo quieren hacer que México cante si, teniendo todo el poder y todo el dinero de la nación, no le mejoran la calidad de vida, y en vez de eso le ponen a repetir canciones que nada tienen que ver con la identidad nacional?
Bajo estas circunstancias México puede cantar, sí, pero como ya vimos, sólo en las Espartaqueadas Culturales y en todo tipo de eventos donde se respete verdaderamente la cultura mexicana, se cultive el orgullo y la identidad nacional y se utilice, como lo hace el Movimiento Antorchista, para fortalecer la unidad del pueblo y hacerlo capaz de enfrentar cualquier adversidad que se le presente.
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